17 de diciembre de 2010

La noche más larga...


Eran pasadas las once. Me había quedado conversando en el balcón de “La Penonomé" con un par de mis amigos de infancia. El Chorrillo era un barrio populoso pero tranquilo, debido a la presencia de los militares a toda hora a lo largo de la Avenida A, yendo y viniendo del Cuartel Central. A lo lejos las barracas silenciosas de soldados y la calle más vacía que nunca. Y es que desde el golpe del 3 de octubre había un retén militar en la esquina de la casa de madera que llamaban “La Yolanda” y no se veía mucha gente pasando cuando caía la tarde. Ni los policías se veían porque los tenían “encuartelados”.

No voy a mentir diciendo que se sentía algo diferente esa noche, porque desde hacía mucho tiempo se escuchaban rumores de “hoy es”, “hoy vienen”. Desde ese mismo balcón se divisaba el malecón del Chorrillo y el Puente de las Américas más atrás. Poco antes de las doce, las primeras luces de bengala nos sorprendieron. Unos minutos después, las explosiones. No dio tiempo para pensar nada. Entré al cuarto donde vivíamos y mi madre estaba sentada en la cama, estupefacta, sin saber qué hacer. Ella estaba dormida cuando empezaron a caer las bombas, igual que mis hermanos, y aún no entendía lo que pasaba. Recogí un bolso con papeles y cheques posfechados con los que pagaba el gobierno a mi madre, que era maestra. Mi cachorro recién nacido también entró en el bolso, y como mi mamá no reaccionaba aún y las explosiones eran más constantes y sonoras no me quedó otra cosa que tomar del brazo a mi hermana más pequeña y empezar a correr escaleras abajo. Se cortó la electricidad, así que nos iluminaba el destello de los bombazos mientras bajábamos. Yo contaba los pisos mientras el celaje de cada bomba me dejaba ver por cuál íbamos. Nos empujaban, nos hacían a un lado, pero seguíamos bajando. Por primera vez en mi corta vida me daba cuenta de mi capacidad de decisión y de mi firmeza ante los imprevistos y eso me ha acompañado hasta hoy, formando parte de mi manera de vivir la segunda vida que me fue regalada ese día.



Cuando llegué a la planta baja pensé que si salíamos del edificio hacia la calle corríamos un riesgo terrible. Todo era muy confuso. Recuerdo ligeramente las ráfagas cruzando la Avenida A hacia el Cuartel. No podíamos subir otra vez, la gente continuaba bajando y de seguro nos arrollarían. El edificio tiene un patio amplio y abierto, pero echarnos hacia éste nos hubiera convertido en blanco fácil de las bombas que silbaban en el aire antes de caer. Sin embargo, ningún terror se comparaba con pensar que frente al edificio había una estación de combustible. ¿Y si una bomba cayera sobre la estación? Estábamos a menos de 200 metros. No; la calle no era una opción; el patio menos. Subir, imposible.

Cuando dudaba del próximo paso (todo esto sucedió en casi 60 segundos) sentí en la oscuridad un brazo que me haló con fuerza hacia dentro de uno de los cuartos de la planta baja. Me avergüenzo por no conocer el nombre de aquel vecino que ese día salvó mi vida y la de mi hermana. Nos vio solas y nos reconoció, y no dudó en ayudar a dos niñas que de seguro había visto nacer. Después supe que siempre había sido buen amigo de mi padre.

Cuando pudimos reaccionar, ya caían con más frecuencia las bombas. Las contaba, sudaba. Ingratamente no sentía mucha suerte de estar metida en aquel cuarto, cuya cocina daba con el muro del cementerio Amador, y cuya puerta principal estaba a muy pocos metros de la estación de gasolina, con otras 20 personas a quien nuestro vecino había orientado también hacia allí tal vez pensando lo mismo que yo: tomar hacia la calle hubiese sido una muerte jurada. Lo comprobé cuando a la mañana siguiente luego de los tres intensos bombardeos de la madrugada, supimos que en “La Yolanda” se había posicionado una tanqueta que disparaba incesantemente hacia el Cuartel Central y no fallaba a ningún objetivo que se moviera en ese tramo de la Avenida A.

A los 18 años no se tiene la madurez para ver de frente a la muerte con la seriedad que ello implica. Lo digo porque no pensaba en que ese podría ser el último día de mi vida, sino que pensaba en mi madre, en haberla dejado sola sentada en la cama, y en mis hermanos. En mi abuela y mi abuelo, que vivían en otro cuarto en el ala derecha del edificio, ambos en el último piso, presa sencilla de un bombazo. Pensaba que lo único que me había quedado en esa noche espantosa había sido mi hermana, mi perro y los cheques posfechados de mi mamá. Pensaba que toda el ala izquierda del edificio (pegado al G-2) se la habían volado las bombas y que estábamos allí, solas debajo de muchos escombros. De noche las imágenes son siempre tan sombrías, y más en una noche como aquélla. Una noche larga y ruidosa. Una noche en que memoricé el sonido de una bomba en caída libre. Es un silbido inolvidable, que aún me acompaña en mis pesadillas. Es terriblemente torturador escuchar el silbido de una bomba que no sabes dónde caerá. En ocasiones todavía sueño con soldados que bajan de lanchas en el malecón y una estación de gasolina que explota en mil pedazos. Todas esas cosas que no pasaron esa noche, armadas irremediablemente en mi cabeza para siempre.

Y cómo explicar que después de la noche más negra, amaneció tal vez uno de mis días más lúcidos. Ninguno recuerdo en cada minuto con tanta nitidez. Alrededor de las 6:30 de la mañana empezamos a escuchar afuera las voces de otros vecinos que se atrevieron a asomarse cuando cesó el último bombardeo. Las primeras luces se colaban debajo de la puerta, mezclándose con los resplandores de las bombas, pero cuando el día se encendió en su plenitud, extrañamente mis figuraciones empezaban a colorearse con un matiz distinto. Ya no eran tan tenebrosas como las que hice con los ojos cerrados en la oscuridad del refugio, con los dedos pegados de tanto empuñar el rosario. Realicé que había sobrevivido a mi luna negra. Al salir del cuarto esperaba ver un cuadro de muerte y desolación que confirmara mis peores temores, pero me sorprendió el patio intacto, el ala izquierda entera, intocada. Nunca me he sentido más viva. Mi abuela, hecha un mar de lágrimas en el balcón del último piso me pedía a gritos que subiera. Detrás de ella mi abuelo, mi tía, mis hermanos y mi madre. Nos habían llorado toda la noche, pensándonos muertas sobre la calle. Fue mi noche más larga, aquella en la que pensé haber perdido todo lo que tuve hasta entonces, y la mañana más brillante, en la que volví a recibir todo lo que siempre había tenido. Mi familia y yo tuvimos más suerte que muchos otros chorrilleros ese día. Hace 20 años que intentaba escribir sobre esto, y de mi memoria se han escapado muchísimos detalles.

Por incomprensible trama del destino no cayó una sola bomba alrededor de nosotros, mientras que a pocos metros el Cuartel Central era arrasado y destruido, un barrio entero se consumía en llamas y familias completas desaparecían.

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